El pasado 20 de febrero visitamos el piso 7 y 8 del Hospital Universitario de los Andes en Mérida para hacer una actividad con los niños del hospital. La propuesta surgió de parte de Zaida Contreras, coordinadora de la Red de Bibliotecas Públicas de Mérida, la apoyamos la oficina de Servicios Municipales y el equipo del Fondo Editorial Carmen Delia Bencomo, sin embargo el día de la actividad se sumó Thais Roa, presidenta del instituto, y Lourdes Lobo, directora, con una olla de arroz con leche para los niños. 

Al entrar Gabriel temblaba de fiebre en una camilla. Su padre daba vuelta a un paño, lo mojaba con agua y lo colocaba de nuevo en su frente. Arropado con una cobija de fibra polar hasta el cuello, temblaba y se quejaba por el dolor.
Yo sólo tenía el libro de Aquiles y una sonrisa de oreja a oreja con la convicción de no perderla en los pisos 7 y 8 del Hospital de Mérida, con niños que sufren por una enfermedad o se recuperan de algún accidente. 
No sabía cómo empezar aunque en aquellos días bromeaba sobre el histrionismo de los predicadores en medio de las plazas: Hermano ¿desea conocer a nuestro señor Aquiles Nazoa? Pero era impensable comenzar así en un lugar donde Dios es tan necesario, porque ver a un niño sufrir es una de las cosas más hirientes que nos pueden pasan en la vida.
Entonces recordé el chiste que Amalia, la hija de Ray, me contó un año atrás, y lo conté:

–¿Cómo hace un pez que salta de un quinto piso? –les dije, y luego respondí–: ¡Aaaaaatúnnnn! 

Tal vez es el chiste más tonto de la historia, pero Gabriel y su padre soltaron la risa y pude presentarme. Les dije que veníamos del instituto de bibliotecas públicas del estado para leer cuentos y escuchar los suyos.
Les leí algunos textos cargados de humor y luego me enteré que Gabriel tiene 10 años, se cayó de un caballo en diciembre y le pusieron un yeso con clavos en su brazo derecho.

–¿De un caballo? –le pregunté yo sorprendido.
–Sí, a mí me gusta montar caballos –me respondió.
–Pues eres muy valiente porque yo les tengo algo de miedo –le dije.– Una vez me acerqué a uno y cuando me mostró los dientes pensé que me iba a morder.

Se rieron de nuevo y les conté la Historia de un caballo que era bien bonito. Algo largo para leer en este tipo de visitas, pero atendía a sus gustos y bien valía la pena intentarlo.
En ese momento Zaida me interrumpió para preguntar por qué temblaba tanto el niño y al decirle lo de su fiebre se fue a buscar a la enfermera en compañía de Thais, quien estaba visitando a todos los niños. Volvieron con una doctora que le recetó un medicamento y después de un cruce de palabras acompañaron al padre de Gabriel a comprar la medicina para la fiebre.
Yo me quedé con Gabriel mientras volvían. Le terminé de leer el cuento, le conté sobre mí y algunos chistes infantiles, que son los que sé me de memoria. El de la gallina que le dieron chicharrón y el del lorito crucificado por pedir unas bombonas de gas.
Gabriel esperaba por una operación que consistía en limpiarle los clavos, porque se habían infectado. Su brazo emanaba un olor fétido y aunque le dolía el estómago no podía beber agua, así que se limitaba a temblar, reír por momentos y quejarse.

Con Josely Urdaneta.

Con América.

Algunos compañeros se acercaron a preguntar. Josely se quedó conmigo un largo rato mientras bromeábamos sobre los animales de Aquiles, sus cochinos y sus gallinas. América también se quedó a mi lado y le contamos más chistes. 
Gabriel alternaba risas y quejidos. Preguntó por su papá un par de veces y qué hacía yo, le dije que yo hacía libros. –¿Pero de dónde es usted? –me preguntó, y para no decirle que yo venía del manicomio por andar leyendo cuentos en un lugar y un momento tan dramático. 
Le dije que yo era de Mérida, del Chama. Me dio tiempo de contarle mi mayor travesura infantil y cómo me partí el brazo a los 7 años y un mes después, cómo me lo volví a romper a los 14 y casi me lo rompo por cuarta vez en noviembre cuando me caí de la bicicleta.
Al fin llegó el padre con el medicamento y a su lado una doctora con la inyectadora en la mano. Le pusieron el analgésico y nos despedimos para continuar leyendo cuentos a otros niños. 
Esa mañana Gabriel no pudo comer del arroz con leche que llevamos para los niños, pero espero que nunca se le olvide el chiste de Amalia y la “Historia de un caballo que era bien bonito”.

El grupo de atención, sólo faltó Thais en la foto.