El espectáculo era estar ahí, cerca del servicio Lara por la variante norte. Todos entramos con la intención de vernos, tomar un café y conversar. Pero aquel local era la definición de la crisis que vivíamos en ese entonces. 
Gabriel nos había invitado, así que fuimos. Esa tarde el café Gilbert estaba casi lleno. Pedimos tres marrones y ya. A partir de ahí la tarea de la noche consistía en observar las otras mesas. 
Los precios eran tan elevados que conservar la mesa era la tarea de la noche y es que cuando todas están ocupadas, los mesoneros comienzan a pasar por aquellas mesas que tienen varios minutos sin consumir. 
A mi derecha escuché a un mesonero preguntar indiscreto si ya querían la cuenta, el hombre la pidió y el mesonero le informó que debía cerca de 200 dólares (al cambio del mercado negro). El hombre se echó a reír fuertemente mientras miraba alrededor y nos decía a todos: no hay problema, ya encontraré la forma de pagarme este lujo. Sacó su tarjeta de crédito, la entregó al mesonero y se levantó de la mesa. Todos lo observaban fijamente mientras se escuchaban comentarios encontrados en la caja hasta que finalmente levantó el comprobante de pago y todos en el café aplaudieron fuertemente al afortunado. 
Era la primera vez que visitábamos el local y Gabriel nos instruía sobre esta dinámica que se repetía cada cinco o diez minutos. 
Todos terminaban pagando cifras absurdas para sentir que su dinero también tenía un valor. Una especie de subasta donde lo importante era consumir o aparentar que se estaba en posición de hacerlo. 
Por ello los dueños ofrecían platos menudos con porciones mínimas que cualquiera pudiera pagar y con ello garantizaban su permanecía en el local. Varias veces se nos ofreció una empanada vacía con un trozo de carne del tamaño de dedal -el plato más económico- para garantizar nuestra permanecía. 
Preguntamos por el costo del café y aquello era equivalente a medio sueldo mínimo. La empanada costaba casi un sueldo entero y el hombre que acababa de pagar y recibir la ovación del público presente solo se había tomado tres cervezas, a un costo de mes y medio de salario cada una. 
A esto nos había reducido la crisis. A vernos y valorarnos desde nuestro poder adquisitivo y aparentar para ser aceptados. Todos asistían a sus empleos y trabajaban hasta quince horas diarias para sostener este modo de vida. Canjeaban su tiempo de vida por el derecho a consumir e inscribirse en la lista de afortunados.
Efectivamente el café en nuestras tazas se terminó y al cabo de unos minutos nuestra mesa fue visitada. Gabriel no recibió la ovación general al pagar porque entregó un vale por tres cafés y nos fuimos escuchando comentarios del tipo: esos poetas no tienen dónde caerse muertos, hasta el café es cortesía de la casa. 
Entonces me vine a casa y escribí esta historia que nadie me creerá si no vive en Venezuela.