Bar Garua, marzo 2011. Coro, estado Falcón.
De izquierda a derecha: Marisol, Haydee Granadilo, Ennio Tucci, Jenifeer Gugliotta y Orlando Chirinos.

"Creo en los cafés, en el diálogo, creo en la dignidad de la persona, en la libertad." E.Sábato

Algunas veces ocurre así. Algunas veces perdemos nuestra propia visión de las cosas para dar paso a la visión de quienes nos rodean. Pero al final aprendemos o recordamos por que hacemos las cosas como las hacemos, y por que pensamos cómo pensamos.
El caso específico es el siguiente: Como es bien sabido, desde hace algunos años vengo participando en organizaciones de escritores, porque estoy convencido que el trabajo en colectivo es necesario para poder lograr nuestros proyectos. Sin embargo la cosa ha sido cuesta arriba. Nos ha costado mantener las reuniones, ser constantes en nuestras posiciones y sobre todo, comprometernos verdaderamente con el trabajo colectivo, muchas veces asociarnos para hacer un simple recital ha sido imposible.
La primera condición es que no somos los herederos de grandes fortunas y eso nos hace trabajadores a tiempo completo para ganarnos el derecho de vivir. Esto quiere decir que además de escribir, tenemos que canjear nuestro tiempo de vida en un empleo que nos garantice las condiciones para mantenernos vivos y a nuestras familias. Esto pone a la literatura en segundo plano y en grado de complemento más que prioridad.
También nos hemos comido el cuento del arte por el arte y el arte puro, y muchas veces nos quedamos desarmados ante las situaciones que nos convocan a dar un paso al frente. Estando tan dispersos y trabajando como individuos, no nos queda más que aceptar las cosas como nos vengan o quejarnos en el mejor de los casos, pero la queja es siempre una declaración de incapacidad.
La dinámica de la institucionalidad convoca constantemente el concurso de los escritores en diversas tareas y proyectos para que sumen sus conocimientos y destrezas. Generalmente estas convocatorias se materializan en reuniones donde –en el mejor de los casos- hay acuerdos, pero que no garantizan la ejecución de los proyectos. Pero no es cosa fácil reunir a los escritores, seres huraños por naturaleza, esquivos por condición social, individualistas y dispersos por política.
Algunas veces caemos en pecado y mantenemos reuniones tan constantemente, en el afán de hacer participativa y protagónica la acción cultural, que se diluye la asistencia y el interés con la dinámica del “reunionismo”. Nos olvidamos el principio según el cual el hábito hace al monje y existen hábitos que no debieran abandonarse, por ejemplo la informalidad del encuentro, las reuniones de café, las visitas al bar, las visitas domésticas; espacios donde la palabra adquiere calidez y el diálogo es vigorizante. Espacios donde el tiempo se diluye felizmente en la fraternidad y la solidaridad de los afectos.
Los escritores nos reunimos privadamente de manera más fraterna que en frivolidad de la oficina. Me refiero a que preferimos las reuniones informales con pocas personas, que las asambleas. Simplemente porque en pequeños grupos es posible desarrollar temas donde todos participen y contrastemos opiniones. En síntesis, si hacemos el sacrificio de tomarnos un tiempo para algo, además del empleo obligatorio, queremos tener el tiempo de ser escuchados.
Por otra parte, es más fácil explicar nuestro punto a un grupo limitado de personas que a una multitud. Como es más fácil explícale a un sólo asaltante que no tienes nada, que enfrentarte a una marcha de estudiantes enardecidos, gritando: “Acabaremos con todos los flacos del mundo”.
Así es la cosa, también es necesario cambiar la dinámica de los encuentros. Retomar las citas de panadería y las cervezas de fin de semana. Retomar la libreta de notas y abrazar los caminos de los amigos, para realmente hablar de solidaridad. No es posible la organización sin el método adecuado.