Algunos gallos cantan a la luz de los postes y el viento sigue paseando por las calles de Coro. La ciudad está cargada y a la noche le siguen restando minutos. Un gato pasea por la casa, se detiene, lame sus patas y comienza a maullar. Del otro lado del muro un par de gatos más gritan y ronronean a todo pulmón su conocido juego de mete y saca. Pero nada pasa en la calle.

Los árboles siguen conversando y el viento transporta grandes nubes de polvo y desperdicios. Un sonido recorre la calle desde lejos, algo parecido a un tambor retumba repetida y aceleradamente. Se acerca una botella plástica con sonido hueco y sigue sonando en lo adelante.

La calle permanece silente a pesar de los gatos. Los árboles siguen murmurando y el polvo se pega de las ventanas, raspa las paredes y suavemente acaricia los postes, haciéndolos sonar levemente como un pulmón que inhala y exhala, afligido y sin ritmo. Parece que todo está cargado de mimetismo y sonido, de vida y juego. Aún sin personas, esta calle respira y se calla cada que quiere, mientras su flujo de polvo la recorre, con una que otra botella de plástico, pedazos de papel o cartón que ruedan, y muchas bolsas plásticas.

Esta calle es un museo de supermercado. Tal vez todas las calles así lo sean, pero no creo que en las calles de un pueblo sin supermercado haya tanto vacio, tan junto, tan sonoro. Como si no hubiese aire y todo se moviera sin causa alguna, tal vez movido por algo más, algo que no se ve, pero que nos observa a cada momento y no podemos precisar su origen, su forma o su ubicación.

Hace unas noches soñé que mis pies los agarraba un duende con ojos colorados y sonrisa demencial. Que los tomaba y se acercaba hacia mí decidido a matarme –dudo mucho que un duende de ojos colorados y sonrisa demencial me agarre las patas para pedirme la hora-. Entonces no podía moverme, dejé de respirar por un momento y el condenado duende se me acercaba, y mi taquicardia me daba dolor de cabeza, mientras el bicho ese con su cara de matón de circo me miraba con sus ojos colorados sin pestañear, y yo lo miraba aterrado desde el otro extremo de mi cuerpo. Ahí fue cuando desperté, estaba todo sudado y en las casas de atrás los perros no dejaban de ladrar, como si el duende se hubiera escapado por la ventana.

No digo que hayan duendes de ojos colorados en mi calle, ni siquiera en Coro. No necesariamente de ojos colorados, podrían ser negros o castaños, o azules, o nublados, no sé. puede que no hayan duendes en Coro como en otras partes del mundo, o de la imaginación del mundo, o de mi cabeza, o en mi neurosis. Sólo digo que algo nos murmura cosas desde el otro lado de la acera, en lo oscurito –como le dicen a las muchachas- o desde cualquier rincón o esquina. Algo conversa sobre nosotros y nos llena de palabra, y así mismo se resiste a llenarse de las nuestras mientras nos paraliza, nos hipnotiza, nos encanta. Entonces como buenos pendejos no le paramos ni cinco y seguimos de largo.

Nuevamente los perros de atrás están ladrando. El viento se detuvo y parece que algo va a estallar. Algo se va a disparar, lo presiento, y nuevamente la taquicardia se manifiesta. Cuando el viento hace una pausa en Coro, algo estalla. Escucho atentamente y nada, paseo la vista por el cuarto y nada. Una luz de entre las nubes se ve y tiemblan las paredes con el sonido de un trueno. No puedo negarlo, estaba en suspenso, la acidez estomacal me lo confirma y algo más se retuerce en mi estómago.

Algo nos susurra palabras desde las paredes y desde los grillos de Coro. O es una neurosis producto de una patología de quien escucha de más y encuentra sonidos donde nos los hay ¿o sí?